Antiguamente, y usamos esta palabra porque en el mundo de internet pocos años son una eternidad, para disfrutar de la pornografía había que ir al quiosco, o a una sex shop (que no abundan precisamente, tampoco entonces), y adquirir una cinta de VHS –si retrocedemos menos en el tiempo, un DVD-, basándonos en lo atractiva que nos resultaba su portada, o lo ingenioso de su título, pero sin ninguna garantía de la calidad que nos íbamos a encontrar cuando pusiéramos en marcha aquellas películas en nuestros reproductores, con el mando para la pausa y un paquete de pañuelos de papel no demasiado lejos del sofá.
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